Ayer
al salir del trabajo, tenía que ir a Correos (últimamente parece que me da por
escribir más sobre lo que pasa fuera de la ofi que dentro de ella). Me esperaba un paquete de Ana la Rana
y ya sólo me quedaban un par de días. Cosas de la vida. El día que iba a ir a
recogerlo, hubo una avería en el tren y no llegué a tiempo. El sábado pasado,
mi otra oportunidad y la mejor, me surgió otra cosa y tampoco pude ir. Pensé, hoy o nunca.
En
el viaje de regreso a casa, suelo coincidir con dos compañeros de la facultad. Eran
de esos compañeros a los que conocía de vista pero nunca hablaba con ellos. No recuerdo
sus nombres. Él nunca me transmitió buena onda, de hecho, me cruzo más con él
que con ella y sigue sin transmitirme nada positivo. A veces se queda
mirándome como un panoli, pero no me dice nada. No me gusta que me miren así. Otras, se recorre
medio vagón para salir por la misma puerta que yo aunque le quede más cerca la
de más allá. Si tanto interés tienen, que saluden, claro que no pega
después de casi seis años viviendo en el mismo barrio y no haber abierto la
boca.
Iba a subir al metro y los vi, noté sus miradas, esos cuatro ojos oscuros
mirando en silencio. Me subí en la parte delantera del tren, me senté y me
hundí en un libro. Siempre me ha llamado la atención que hagan un trayecto de
una hora y, siendo bibliotecarios/documentalistas, nunca lleven un libro aunque
vayan solos. Se ve que a ellos les llama la atención lo contrario… Llegamos a
nuestra parada e hicieron la jugada de las puertas. La suya quedaba más cerca
de las escaleras y aun así, se pusieron detrás de mí, silenciosos, para salir. Con
la disculpa de meter el ladrillo en la mochila y coger la bufanda, me retrasé
un poco. Pensé que ya me había librado de ellos. No, no. Cuando salí al
exterior, allí estaban, a cinco metros escasos y cogiendo también la ruta hacia
Correos.
Tras
una mirada fugaz de reconocimiento, seguí el camino poniéndome los guantes,
colocándome la bufanda, mirando las nubes… Miraba todo menos a ellos y sin
embargo, ahí estaba su giro de cabeza hacia atrás, como la niña de El exorcista. Tres veces ella, cuatro
él. Sí, las conté. No tenía otra cosa que hacer. Y aquí vienen las preguntas
que me hice en ese momento. Él sabe que normalmente voy en dirección opuesta
porque nos encontramos en el semáforo. ¿Pensaban que los estaba siguiendo? Si
realmente los siguiera, sería un poco más discreta, ¿no? ¿Y se creen tan
importantes como para que los siga? O peor, ¿me creen tan loca como para
seguirlos (cosa que de alguna manera hacen ellos cuando se ponen a mi lado en
la puerta del vagón)?
Cuando
desembocamos en la calle de Correos, ellos doblaron a la derecha. Yo siempre
doblo a la izquierda para cruzar en el semáforo y eso hice, pero si mi
costumbre hubiera sido seguir su camino, no la habría cambiado. Eso sí, respiré
tranquila cuando al fin nos separamos porque estos dos tienen el don de hacer
sentir incómodos a los demás.
Hija, qué siniestros los pintas, qué miedito.
ResponderEliminarEs que de pronto... me han dado miedo :S
ResponderEliminar