La chaqueta de forro polar de color rojo iba acompañada de
un tufillo rancio que, sin provocar arcadas, desagradaba. El vagón fue tragando
gente en cada estación y se vieron obligados a juntarse más de lo necesario.
Una tos del tipo de rojo esparció otro olor: el del aliento cargado de alcohol.
El que iba a su lado sintió cierta pena. Ir a las ocho de la mañana acompañado
de esos dos olores no decía nada bueno del tipo de rojo, eran la señal de una
vida triste y dejada. Podía estar equivocado, claro, al final lo único que
estaba haciendo era imaginar y suponer muy a la ligera, dejándose llevar por el
rechazo de su nariz a aquella compañía temporal.
A ratos emergía un tercer olor: lavanda del suavizante que
usaba su novia. Solo durante uno o dos segundos podía zafarse del aplastamiento
del olor rancio y del olor a alcohol, pero era suficiente para que su mente
dejara aquel vagón y volara, no solo a otro lugar, sino a otro tiempo. Al fin
de semana que habían pasado juntos, al momento en que una ráfaga de viento le
robaba la bufanda, al instante en que ella la recogía de un arbusto después de
ganarle la carrera, al segundo preciso en que juntaron sus labios en un beso
entre risas. Y otra vez la tos que traía el olor a alcohol para traerlo de
vuelta de sus ensoñaciones. Al menos se tapaba la boca para toser.