Coincide con ella en la estación desde hace dos años. Después
de unos cuantos días sus miradas, por encima de la mascarilla, parecían decir
aquí estamos otro día. Ella nunca respondió a esas miradas, no le interesa
hacer amigos en un andén. Las mascarillas desaparecieron y él siguió
insistiendo, poniendo ojitos, a veces de perro lastimero, otras de cordero degollado, pero siempre queriendo lanzar un mensaje, ella no siempre sabía cuál. Ella siguió ignorándolo y, si en algún momento se
cruzaban, su cara seria, casi malhumorada, lo decía todo: no me interesa, get
off my back.
Agosto. Sábado noche. Estoy sola
en casa, se oye música de las terrazas de la calle y he pensado por qué no
podría pasar yo también un buen rato, quizás emborracharme por una vez, aun en
soledad.
Mojito.
Abro mi diario y comienzo a
escribir compulsivamente. Mientras la tinta del bolígrafo llega a las últimas
pienso que es una costumbre trasnochada que no puedo dejar. No sé si alguien
más seguirá gastando hojas de papel, pero a mí me relaja, mi mente funciona a
mil por unos segundos para luego descansar. Descansar.
Cierro los ojos, respiro hondo, hasta
me olvido del mojito...
La gente entra y sale de la facultad. Voces, risas, el
chasquido de varios mecheros que se encienden y el humo de unos cuantos
cigarrillos. Ellos, sin embargo, permanecen aislados de todo en una burbuja de
aire. Solo ellos dos. Se sonríen emocionados. Ignoran a sus compañeros de
equipo, que los felicitan por la presentación.
El sol del mediodía da de lleno. No se dan cuenta de que sus
mejillas empiezan a encenderse y las cabezas comienzan a picar. Podría hacerse
de noche, granizar, caer un meteorito y seguirían sin enterarse. Ella le coge
la mano. Él se acerca hasta que sus cuerpos se rozan y, sin perder la sonrisa
radiante, se besan. Corto, dulce y suave. Él le rodea la cintura y ella le
copia el gesto, pero poniendo sus manos sobre sus nalgas. Esta vez se sumergen
en un beso profundo, húmedo y largo.
—Vamos a mi casa.
Ella baja la mirada y niega con la cabeza.
—Ahora tengo que irme. Quizás mañana. Pero sabes que te
quiero.
Él asiente triste y se aleja tras recoger su mochila del
suelo. Baja las escaleras del metro y se interna en la oscuridad del alma.
Ella, todavía en el sol, coge su teléfono y manda un mensaje: “Llego en
quince minutos. No te enfades, sabes que te quiero”. Y avanza por el sol hacia
su próximo destino.
La chaqueta de forro polar de color rojo iba acompañada de
un tufillo rancio que, sin provocar arcadas, desagradaba. El vagón fue tragando
gente en cada estación y se vieron obligados a juntarse más de lo necesario.
Una tos del tipo de rojo esparció otro olor: el del aliento cargado de alcohol.
El que iba a su lado sintió cierta pena. Ir a las ocho de la mañana acompañado
de esos dos olores no decía nada bueno del tipo de rojo, eran la señal de una
vida triste y dejada. Podía estar equivocado, claro, al final lo único que
estaba haciendo era imaginar y suponer muy a la ligera, dejándose llevar por el
rechazo de su nariz a aquella compañía temporal.
A ratos emergía un tercer olor: lavanda del suavizante que
usaba su novia. Solo durante uno o dos segundos podía zafarse del aplastamiento
del olor rancio y del olor a alcohol, pero era suficiente para que su mente
dejara aquel vagón y volara, no solo a otro lugar, sino a otro tiempo. Al fin
de semana que habían pasado juntos, al momento en que una ráfaga de viento le
robaba la bufanda, al instante en que ella la recogía de un arbusto después de
ganarle la carrera, al segundo preciso en que juntaron sus labios en un beso
entre risas. Y otra vez la tos que traía el olor a alcohol para traerlo de
vuelta de sus ensoñaciones. Al menos se tapaba la boca para toser.
Lo ha visto nada más entrar. Escoge, entre las mesas vacías,
la que está frente a él. Levanta la cabeza cuando la camarera se acerca a tomar
nota de la comanda, pero en realidad no las ve a ninguna de las dos. Ella
observa cada uno de sus movimientos, escasos, breves, mientras la camarera deja
la taza, la tetera y se aleja contoneando las caderas. Él se limita a pasar las
páginas y a remover un café que ya debe de estar frío.
La chica sirve la infusión. Le gusta tomarla hirviendo, con
un toque de miel y soplar antes de llevarse la taza a los labios e imaginarse
que lo está besando a él. Sopla. Quema. Su barra de labios se derrite en contacto con la porcelana. Sopla. Lleva su mirada a
través del cristal, al sol refugiándose entre las colinas más allá de la
ciudad, a las luces que comienzan a aparecer y que prefiere imaginar como
pequeñas luciérnagas de colores. Sopla.
La camarera enciende la televisión. El volumen atronador después del
partido de la noche anterior, les llena los oídos con la música de cabecera de Caso
abierto, se cuela incluso en la cabeza de él, que levanta la vista hacia el
televisor. Cuando la camarera quita el volumen, sus pupilas se deslizan también
a través del cristal. Nara los ha invadido a los dos. La
recrean nota a nota en sus mentes, forman un camino imaginario y ondulante que
guía sus miradas hasta que se cruzan en el cristal. Ella mira los ojos marrones
de él. Él mira los azules ojos de ella. Una pequeña esperanza para ella, que termina su té esperando que mañana
la música aparezca de nuevo.
Odio las injusticias y las desigualdades. Odio las malas
noticias y que el mundo sea una mierda, odio que me atragante el desayuno y
que me cueste tanto desconectar para no hundirme y poder seguir con mi vida. Odio a la gente que vive en una burbuja, aunque en cierto
modo los envidio por poder aislarse y vivir en su propio mundo happy flower. Pero odiaría vivir sin
hacer nada, sin poner mi granito de arena para solucionarlo. Odio a los
pasotas, a los que van por la vida dándoles igual si pisan una flor o una
cagada de perro. Odio a los que protestan por “todo” siendo mentira. Protestan
por joder, por hacer daño, por molestar, porque están llenos de mezquindad y
les gusta ver el sufrimiento que causan con sus protestas idiotas y sin sentido,
pero luego no protestan por problemas importantes y se escudan tras un “no
tengo opinión sobre eso” para no tomar partido. Porque tomar partido es
difícil, a veces estás solo/a ante los demás para y por defender tus ideas.
Espera en la esquina de siempre a que aparezca y pase sin
verlo, caminando como si flotara en una nube sin importarle nada lo que sucede
a ras de suelo. La lluvia lo empapa, hace tiempo que se coló por alguna rendija
al interior de sus zapatos y está empezando a traspasar el abrigo, pero la espera
vale la pena, quizás sea hoy el día en que a ella le llame la atención algo del
mundo real y al fin se dé cuenta de que coinciden cada mañana. Le da igual tener
esas pintas, empapado, el pelo aplastado contra la piel y temblando como si
tuviera miedo. Miedo de ella.
En el interior de un coche parado en el semáforo suena Non lo dirò col labbro. No sabe cómo se
titula, solo le suena la música de una peli que una de sus ex
veía una y otra vez. Luz verde. El coche avanza dejando libre su campo de
visión. Al fondo de la calle, después de la curva, aparece la figura envuelta
en un abrigo rojo, mirando a un mundo que solo existe en su mente. Se agacha para
observar algo en el suelo. Él no alcanza a ver que son las primeras amapolas de
la temporada, los pétalos empapados y aplastados unos contra otros, encorvadas
por la lluvia, temblando por el viento, como si le tuvieran miedo al frío
inesperado. La chica del abrigo rojo, ella, las toca con dulzura. Avanza un
paso y se para de nuevo. Saca su móvil del bolsillo y les hace una foto a las
delicadas flores que, sin estar en su mejor momento, anuncian ya la llegada de
la primavera.
Simplificando, el
principio afirma que, para flujos de líquido y de gas, cuando aumenta la
velocidad del flujo disminuye su presión.*
Mira el amanecer y sus pensamientos vuelan hacia las nubes
grisáceas que empiezan a tapar el cielo. Imagina las alas del avión, subiendo y
bajando los alerones. ¿Estará relacionado con el principio de Bernoulli?
There you’ll be le
parece sosa. No sabe si porque no pega nada bien con el libro de Walter Lewin,
porque aborrece la película o porque realmente no tiene gracia. Siempre la
transportaba al verano del 2001, cuando su amiga Ana fue a ver Pearl Harbor. Estaba enamorada de un
vampiro y se divertía mucho más cuando en sus cartas le contaba sus encuentros
y desencuentros en el portal que cuando le hablaba sin parar de Ben Aflleck. La
canción ya no significa nada y eso la sorprende. Aunque se acaben, casi todas las
relaciones aportan algo. Está claro que la relación con Ana no le dejó nada, desapareció
tan rápido como un avión del baúl de los recuerdos importantes. Quizás debería
quitarla del ipod.
* Walter Lewin. Por
amor a la física. Barcelona: Debolsillo, 2014, p. 93.
Mediodía. Sala de espera del salón de belleza. Vacía. De fondo, una emisora con música. Termina una canción ochentera a la que no ha prestado atención. El libro la tiene
atrapada como un imán hasta que empieza a sonar I want to know what love is y rompe el maleficio.
La mirada perdida en la puerta de la calle que parece
abrirse a los recuerdos más recientes: su primer encuentro cuando él le pidió
un bolígrafo, el último cuando la besó después de proponerle una cita. Su
primera cita en meses. ¿Por qué no ser sincera con una misma? La primera en un
par de años. Y ahí está en ese salón, esperando a que le hagan la cera completa
por si pasa algo. Tiembla, tiembla pensando en sus ojos verdes que un día la
vieron brillar a través de la niebla.
La gran ciudad le encantaba, con sus cuestas empinadas
cayendo al mar, las luces, las calles nunca desiertas. Había sido una visita
relámpago para participar en un concurso de grupos musicales. Solo les había
dado tiempo a tomar un chocolate y cantar. Volvía a casa con la alegría
descafeinada de ser los únicos participantes en la categoría infantil y no
haber pisado las calles más que unos pocos minutos. En el microbús, todos iban
en silencio, durmiendo tras un día intenso. Él sentado delante, junto al
conductor y su esposa, vigilando la carretera, protegiendo del sueño al que conducía.
Creía en su inocencia que, si no se dormía, el conductor tampoco lo haría.
Era la época en que la autopista todavía no estaba ni en
papel. La circulación era bastante densa, sobre todo en dirección a la ciudad,
a la fiesta. Al final, ni las luces que venían en sentido contrario, ni sus
ansias por mantener los ojos abiertos impidieron que echara una cabezadita. No
fue muy larga. La falta de movimiento lo despertó. Incluso con su corta edad
comprendió que no era normal la caravana en su carril y el vacío en el de al
lado. No sabía lo que pasaba en la parte de atrás, pero notaba que sus
acompañantes de vanguardia tenían el estómago tan encogido como él.
El avance era muy lento, no sabía si quería llegar a donde
estuviera el problema. Inevitable. El punto crítico lo señalaron unas luces
naranjas en silencio y los gritos de unos hombres dándose instrucciones unos a
otros, desesperados por salvar una vida de un montón de chatarra. No miró en
detalle cuando el microbús se detuvo, prefirió quedarse con la idea de un final
incierto pero feliz.
Baja corriendo las escaleras del trabajo para no llegar
tarde a la reunión. La acompaña una canción que desde el fin de semana no sale
de su cabeza. Corre, corre…
Llega tarde. Tener clase de gimnasia justo después de comer es
lo peor, ¿a quién se le ocurrió esa idea? Pero hoy es distinto: el profesor en
prácticas está buenísimo y, sobre todo, es mucho mejor que su profesora de
siempre. Así que corre, corre para no entrar cuando los demás ya estén dando
vueltas al gimnasio. Atraviesa lo más veloz que puede el ala derecha del
edificio. Al fondo del pasillo oscuridad. ¡Bien! La gente todavía está en la
puerta y no deja pasar la luz.
Entra de última y vuelve a correr. Ya ha hecho el
calentamiento, pero no puede quejarse. Al menos tiene como recompensa mirar
esos ojos azules como el océano. Ni la espantosa música de las Spice la
desanima en ese momento. De pronto se da cuenta de que ella querría dedicarle
la canción y nota cómo un calor veloz como la luz, y que nada tiene que ver con
la carrera, sube desde la punta de sus pies a su cara. Lástima que esos ojos ni
la miren ni la vean.
Mueve la rueda del iPod, no sabe qué escuchar. Se para sin
querer en la banda sonora de Los tres mosqueteros. Sí,
puede valer, hace siglos que no le dedica un rato. Empieza a sonar All for love.
El tren se para. Movimiento de gente. De pronto, una cara
conocida… uf, no. Se parece a K. Mucho. Por suerte no lo es, no le apetece
encontrarse a nadie del trabajo en su regreso a casa. Tampoco se lo imagina subido
a un tren, qué tontería pensar que podía ser él. El doble de K. se sienta,
puede verlo de frente. No está tan bueno, pero sí alegra la pestaña. Fijándose
en él… es posible que hayan coincidido antes. Seguramente hoy lo vio desde otro
ángulo, la posición justa para que le recordara a otra persona. No se parecen
tanto.
Let's make it all for
one and all for love
Como en los sueños,
su mente vuela a otro lugar, a otro tiempo. De pronto se acuerda de su amiga
Vanesa, probablemente porque las dos veían Heroes
y ahí trabaja Sendhil Ramamurthy, indio como K. Recuerda de pronto que todavía
no le ha enviado un mensaje para desearle feliz día del orgullo friki. Se pone
una nota en el móvil para llamarla cuando llegue a casa.
Valerie suena a
tope en su ipod. El ritmo se apodera de ella y la distrae de la lectura.
Levanta la vista del libro y mira al infinito, a las colinas secas que pasan. Empieza
el estribillo. Al regresar a la lectura se fija en el brazo que tiene enfrente.
Fuerte, musculoso, sin vello. Le resulta conocido, se parece a otro… quizás era
un poco más delgado, pero son igual de pálidos. Le gustaría tocarlo, sentir la
piel. Tiene pinta de ser suave… Se ha puesto nerviosa pensando en el pasado,
haciendo un viaje paralelo montada en sus recuerdos, muy muy lejos del tren.
Paco se cuela desde el canal recordatorio de al lado:
—Pero… ¿no tiene nada de vello? ¿Ni… ahí…? —baja la mirada
para indicar la entrepierna, de pronto le ha entrado la vergüenza.
Una sonrisa asoma y se hace cada vez mayor, también más amarga. Lo echa de
menos. A Paco, no al dueño del brazo.