El miércoles me atropelló una bicicleta. Regresaba al
trabajo de dar un paseo en mi hora libre y un niñato montado en una mini bici
tenía que pasar sí o sí entre otra persona, la pared y yo. ¡Ole el campeón! Me
envistió de frente. Me golpeó en el lado derecho y se dio a la fuga. Le grité:
¡GILIPOLLAS! Y oí su voz lejana probablemente diciéndome una barbaridad. Deseaba
que se estampara contra la marquesina del bus. Para no caerme, forcé mis
músculos del lado izquierdo, se contracturaron más aún de lo que están
normalmente. Me duele. No puedo leer. No puedo dormir bien. Si estoy mucho rato
con la misma postura en el ordenador también me duele.
Como él se dio a la fuga, fui al médico que me correspondía
por la mutua de la empresa. Aquí empieza el culebrón. El miércoles era el
último día de contrato con esa mutua. No pensé que fuera un problema
importante, pero quería que me miraran porque a veces esos golpes dan muchos problemas y al día
siguiente te levantas si es que puedes moverte. Resulta que las contracturas,
sin ser graves, eran lo suficientemente importantes como para que me dieran
rehabilitación. Una rehabilitación que sabía que no haría porque al día
siguiente entraría en juego la mutua nueva. En realidad me quedaban esperanzas
de una solución, aunque lo que pasó después le dio la razón a mi primera
impresión.