Hoy fui a recoger la lotería de Navidad del curro. Es todo
un proceso. La solicitamos a través de una página de la intranet, la compran en
una de las pocas capitales de provincia en que no ha tocado nunca el gordo y la traen
hasta Madrid. Me dijeron que se compraba en el pueblo del dueño de la empresa.
Mentira, está comprada en un centro comercial de la city. Igual la
administración es de su hermana. El caso es que hace unos años cayó el gordo en
una administración de Chamberí, a un paso de aquí, y nosotros con nuestro
décimo muerto del asco. Llevo aquí siete años, pero ni a los que llevan veinte
les he oído contar que haya tocado ni un reintegro. Lo compro por la excusa que
ponemos muchos trabajadores, no solo de mi empresa, para comprar la lotería del
curro. Si toca, porque a alguien le toca, no voy a estar comiéndome los mocos
mientras todos brindan con champán. Así que allá fui a la librería corporativa,
esperé la cola media hora porque estaban organizados como el culo, aguanté
sudor a sobaco yyyyy… me encontré a Ascensión.
No suelo jugar. A veces me encuentro con ánimo y compro
algún décimo o algún cupón de la ONCE, pero siempre espero a tener una
sensación positiva, una ilusión que me hace creer de verdad que me va a tocar.
Esa ilusión no me acompaña desde hace semanas a causa del estrés y si hoy
llevaba un poquito de ese polvo de hadas mágico, se lo llevó el aire acondicionado
en cuanto Ascensión me echó el ojo y dejó su puesto en la cola para venir a mi
lado. Raca que raca, raca que raca otra vez con la historia de la pulga. ¿Cómo
me va a tocar si cogí el décimo con tal mala leche que era casi requesón?
Me temo que este año voy a terminar el año igual que terminé
el 2013: pobre y sin amores. Bueno, tengo que rectificar. El año pasado tenía
el corazón roto, este año ya sólo tengo la cicatriz.