La gran ciudad le encantaba, con sus cuestas empinadas
cayendo al mar, las luces, las calles nunca desiertas. Había sido una visita
relámpago para participar en un concurso de grupos musicales. Solo les había
dado tiempo a tomar un chocolate y cantar. Volvía a casa con la alegría
descafeinada de ser los únicos participantes en la categoría infantil y no
haber pisado las calles más que unos pocos minutos. En el microbús, todos iban
en silencio, durmiendo tras un día intenso. Él sentado delante, junto al
conductor y su esposa, vigilando la carretera, protegiendo del sueño al que conducía.
Creía en su inocencia que, si no se dormía, el conductor tampoco lo haría.
Era la época en que la autopista todavía no estaba ni en
papel. La circulación era bastante densa, sobre todo en dirección a la ciudad,
a la fiesta. Al final, ni las luces que venían en sentido contrario, ni sus
ansias por mantener los ojos abiertos impidieron que echara una cabezadita. No
fue muy larga. La falta de movimiento lo despertó. Incluso con su corta edad
comprendió que no era normal la caravana en su carril y el vacío en el de al
lado. No sabía lo que pasaba en la parte de atrás, pero notaba que sus
acompañantes de vanguardia tenían el estómago tan encogido como él.
El avance era muy lento, no sabía si quería llegar a donde estuviera el problema. Inevitable. El punto crítico lo señalaron unas luces naranjas en silencio y los gritos de unos hombres dándose instrucciones unos a otros, desesperados por salvar una vida de un montón de chatarra. No miró en detalle cuando el microbús se detuvo, prefirió quedarse con la idea de un final incierto pero feliz.
El avance era muy lento, no sabía si quería llegar a donde estuviera el problema. Inevitable. El punto crítico lo señalaron unas luces naranjas en silencio y los gritos de unos hombres dándose instrucciones unos a otros, desesperados por salvar una vida de un montón de chatarra. No miró en detalle cuando el microbús se detuvo, prefirió quedarse con la idea de un final incierto pero feliz.