martes, 1 de abril de 2014

Mirones

Ayer al salir del trabajo, tenía que ir a Correos (últimamente parece que me da por escribir más sobre lo que pasa fuera de la ofi que dentro de ella). Me esperaba un paquete de Ana la Rana y ya sólo me quedaban un par de días. Cosas de la vida. El día que iba a ir a recogerlo, hubo una avería en el tren y no llegué a tiempo. El sábado pasado, mi otra oportunidad y la mejor, me surgió otra cosa y tampoco pude ir. Pensé, hoy o nunca.

En el viaje de regreso a casa, suelo coincidir con dos compañeros de la facultad. Eran de esos compañeros a los que conocía de vista pero nunca hablaba con ellos. No recuerdo sus nombres. Él nunca me transmitió buena onda, de hecho, me cruzo más con él que con ella y sigue sin transmitirme nada positivo. A veces se queda mirándome como un panoli, pero no me dice nada. No me gusta que me miren así. Otras, se recorre medio vagón para salir por la misma puerta que yo aunque le quede más cerca la de más allá. Si tanto interés tienen, que saluden, claro que no pega después de casi seis años viviendo en el mismo barrio y no haber abierto la boca.

Iba a subir al metro y los vi, noté sus miradas, esos cuatro ojos oscuros mirando en silencio. Me subí en la parte delantera del tren, me senté y me hundí en un libro. Siempre me ha llamado la atención que hagan un trayecto de una hora y, siendo bibliotecarios/documentalistas, nunca lleven un libro aunque vayan solos. Se ve que a ellos les llama la atención lo contrario… Llegamos a nuestra parada e hicieron la jugada de las puertas. La suya quedaba más cerca de las escaleras y aun así, se pusieron detrás de mí, silenciosos, para salir. Con la disculpa de meter el ladrillo en la mochila y coger la bufanda, me retrasé un poco. Pensé que ya me había librado de ellos. No, no. Cuando salí al exterior, allí estaban, a cinco metros escasos y cogiendo también la ruta hacia Correos.

Tras una mirada fugaz de reconocimiento, seguí el camino poniéndome los guantes, colocándome la bufanda, mirando las nubes… Miraba todo menos a ellos y sin embargo, ahí estaba su giro de cabeza hacia atrás, como la niña de El exorcista. Tres veces ella, cuatro él. Sí, las conté. No tenía otra cosa que hacer. Y aquí vienen las preguntas que me hice en ese momento. Él sabe que normalmente voy en dirección opuesta porque nos encontramos en el semáforo. ¿Pensaban que los estaba siguiendo? Si realmente los siguiera, sería un poco más discreta, ¿no? ¿Y se creen tan importantes como para que los siga? O peor, ¿me creen tan loca como para seguirlos (cosa que de alguna manera hacen ellos cuando se ponen a mi lado en la puerta del vagón)?

Cuando desembocamos en la calle de Correos, ellos doblaron a la derecha. Yo siempre doblo a la izquierda para cruzar en el semáforo y eso hice, pero si mi costumbre hubiera sido seguir su camino, no la habría cambiado. Eso sí, respiré tranquila cuando al fin nos separamos porque estos dos tienen el don de hacer sentir incómodos a los demás.



2 comentarios: