He dedicado más de un post a mis aventuras y desventuras en
el tren. La primera vez que pisé la estación de Atocha me sorprendió ver tanta
gente moviéndose como hormigas. Era finales de julio, no podía ni imaginar cómo
sería aquello cualquier otro mes, sin gente de vacaciones y mucho menos que
algún día formaría parte de esa marabunta. Pero incluso inmersa en esa masa,
caminando con el piloto automático activado viendo figuras sin cara, encuentro
todos los días gente conocida. Ya he hablado de Diego (él es mi habitual
estrella ahora mismo), pero también están el padre moderno que viaja con su
niño de cuatro años, los dos grupos de marujas que cuando se enzarzan en una
discusión se las oye al final del vagón (menos mal que no coinciden en el mismo
tren)… Personas a las que veo con mucha frecuencia, imagino a dónde irán a
trabajar, qué historia habrá detrás de cada una, personas a las que echo en
falta cuando de repente dejo de verlas sin haber cambiado mis hábitos.
Uno de mis habituales más antiguos es el Flautista
de Hamelín, músico ambulante que toca la flauta de pan acompañado de
música enlatada. Tengo que decir que ojalá no volviera a encontrármelo, al
menos cuando da uno de sus estridentes conciertos. Odio escuchar la música a
todo volumen a las ocho y media de la mañana, odio el sonido agudísimo de la
flauta taladrando mis tímpanos, odio cómo desafina, odio que no cambie el
repertorio, odio cuando dice “Perdonen las personas que van leyendo” mirándome
a mí y también odio que me mire mientras toca, como para dedicarme la canción.
Esta mañana me senté en un sitio diferente, también cercano
a la puerta. En la parada siguiente se subieron el Flautista y Diego. Como
muchas otras veces iba enfrascada en mi lectura y no los vi hasta que el Flautista empezó a probar el volumen.
Hoy destrozó We are the world. Además
de tocar tan mal como siempre, estaba justo entre Diego y yo así que no podía
verlo, claro que después del ridículo que hice la semana pasada en los tornos
tampoco me apetecía. Me sentía demasiado pequeña. Volví como pude a la lectura,
es decir, leyendo una y otra vez la misma oración hasta que se terminó la
canción. No sé si fue por influencia de la lectura, pero cuando bajé de ese
tren me sentía mejor respecto a mí misma.
Por las tardes también tengo, o tenía, habituales. Entre que
en Nuevos Ministerios la gente se ve en masa y no con cuentagotas y que me han
cambiado el horario de salida, últimamente solo veo desconocidos. Cuando te
subes en un medio de transporte que va hasta los topes es evidente que tienes
que reducir tu burbuja de espacio vital al mínimo. Te empujan, te rozan,
respiran en tu cogote. Aunque hay situaciones que sobrepasan el límite.
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Fuente: Wikipedia |
Como salgo antes, el tren va más lleno. Hoy por suerte había
bastantes asientos libres. Me senté en uno del grupo de tres, como el de la foto,
en un extremo. Al otro extremo un hombretón con forma de barrica. De pronto,
una figura enorme (ENOOOORRRRRME) se acercó a nosotros con paso pesado. Ni
siquiera miró el asiento individual que estaba libre. Fijó su radar en el
asiento que había entre barrica y yo y se dejó caer desbordando todas sus
carnes sobre mí, al fin y al cabo hacia el otro lado no había sitio. No me
gustaría transmitir desprecio a las personas con obesidad mórbida, ni siquiera
soy delgada. Pero no estoy hablando de una persona gorda como el señor del otro
extremo, estoy hablando de una persona que ocupaba tranquilamente dos asientos,
que iría mucho mejor en el asiento individual y que, sin embargo, escogió ese
pequeño hueco a sabiendas de que iba a invadir algo más que la burbuja de dos
personas. Me separé un poco para dejarle más sitio. Aun así, me quedé medio
retorcida y llegué con un dolor espantoso en las lumbares.
¿Creéis que eso es todo? No, no, solo es la primera parte.
Este personaje olía fatal. Sí, sé perfectamente que tengo cierta obsesión con
los olores. Mi nariz es un poco más sensible que la media, ¡qué le voy a hacer!
Lo siento más como un defecto que como una virtud. Cuando alguien huele a grasa
rancia, puede ser terrible si entre esa persona y yo no corre el aire, como en
este caso. Se me revolvió el estómago, intenté concentrarme en la lectura, pero
el malestar no hacía más que crecer. De pronto, un movimiento casi
imperceptible por parte de este sujeto enorme. Probablemente nuestros
acompañantes de enfrente no lo vieron. Yo sentí moverse sus carnes sobre las
mías, su brazo rozar mi brazo desnudo. Y tras dos segundos, la onda expansiva
en forma de olor apestoso procedente del interior. Creí que vomitaba, las
arcadas me hicieron palidecer, lo sé porque sentí frío en las mejillas. Tuve la
impresión de que la gente me miraba, espero que por verme mala cara y no por
creer que el pedo era mío. Y, sobre todo, espero que este no sea uno de mis
habituales a partir de ahora y se quede simplemente en un desconocido puntual
del que puedo contar una anécdota.
Maravillosa historia de terror que podía haber funcionado igual de bien en Halloween. A mí no me puede pasar porque en esos trenes voy dos otres estaciones y siempre de pie. Sí sufro a los músicos pero a veces voy yo en mi propio mp3 y el mundo acústico que me rodea se amortigua un poco. Voy en el mío propio. Con esos músicos no sé si pagarles para que dejen de tocar o porque tocan. No lo hago de ningún modo porque yo también los odio tanto que no quiero que haya más, son muchos, son pesados, en realidad no les importa las molestias que causan...
ResponderEliminarA veces voy aislada en mi mundo de música, pero el Flautista lleva un amplificador para la música enlatada que lo tapa todo. Y llevo observando desde hace unas semanas que cuando peor toca, más le dan. No sé si por pena o para que lo deje, en cualquier caso lo que consiguen es alentarlo a seguir. Alguna vez han subido buenos músicos, pero como tienen sus territorios...
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