Baja la avenida apurada. Va tarde. Últimamente retrasa su
salida un poco cada día. Hay problemas en el trabajo, no quiere que llegue el
momento de fichar y enfrentarse a ellos. Piensa en las cosas que tiene
programadas para la mañana, probablemente no le dé tiempo a hacerlas todas. Se
para un segundo y se pone las gafas de sol para poder tolerar una mañana especialmente
brillante, o quizás ella está un poco vampírica. Levanta la vista y ve una
figura masculina que se acerca. No es un habitual de la avenida a esa hora:
unos cuantos adolescentes que se agrupan para ir al insti y unos cuantos dueños
de perros. La figura se acerca. No está segura pero… Sí, es él, cada vez más
cerca. A punto de cruzarse, la mira varios segundos
de manera que haría sentir incómoda a una desconocida, aunque ellos ya no son
totalmente desconocidos.
Un día de huelga de metro, ella decidió cambiar su ruta e ir caminando directamente a la estación de tren. Esperaba poder sentarse y la caminata le va bien. Con un poco de suerte podría encontrarse con Sara y el camino se haría más llevadero, no es largo pero sí solitario: hay que atravesar un descampado. Tras ella, un hombre parecía seguir el mismo recorrido.
Tras unos minutos en el andén se sintió observada: él la
miraba mientras fumaba. Estaba casi segura de que era el tipo del camino:
uniforme, perilla, coleta, sobre cuarenta. La puso un poco nerviosa, tenía un
punto. Pero en su cabeza bullían demasiadas preocupaciones para responder al
flirteo y, sobre todo, pensaba en Paco, interfiriendo en su vida a pesar de no
estar presente casi nunca.
Poco a poco empezó a ser consciente de que coincidían todos
los días, de hecho, hacían casi el mismo camino: él se incorporaba a la avenida
solo unos metros más abajo. Puede que llevaran coincidiendo meses. A ella le
fascinan los tíos con coleta. Cuando conoció a Paco él se había cortado el pelo
por indicaciones de una ex. No pudo experimentar la sensación de soltárselo tras desnudarlo completamente… Otra vez Paco en su mente. Era como el
punto de nieve que aparece en la televisión impidiéndole darse cuenta de las
miradas de ojalá-estuviéramos-solos-para-meterte-mano-en-el-túnel.
Un día él llegó justo después que ella a la estación, se
puso a su lado, como si el andén vacío estuviera repleto y fuera el único hueco
libre. El punto de nieve se había convertido en lluvia primaveral, vio la
jugada y le tembló todo el cuerpo. Cuando lo miró para responder a su mirada,
llegó Sara. Él giró la cabeza para otro lado y disimuló, pero una vez en el
tren, se sentó de manera que pudiera verla aun estando separados por un vagón.
Ella se alegró de que su amiga estuviera de espaldas a él.
Este asunto la ponía muy nerviosa. Le parecía atractivo, le
subía el ánimo saber que le gustaba a alguien, tenía un aliciente para salir de
casa por las mañanas olvidándose de sus problemas. Sin embargo, no le gustaba
tanto como para dar un paso. O quizás es una excusa. Tenía miedo. Miedo a salir
de su rutina, a abrir las puertas de su fortaleza, a que alguien entre y le
robe el sitio de sus libros para poner trofeos de fútbol… que tampoco estaría
mal.
Entre miradas robadas, correspondidas, ardientes y frías,
siguieron pasando los meses y llegaron las segundas Navidades tras la huelga. Algo
más de un año y casi nada ha cambiado en esa estación, pero sí un poquito más
allá. Después de las vacaciones, solo lo vio una vez, el día que se incorporó
al trabajo. Pasaron las semanas, los meses, y se preocupó. Por más que pasa el
tiempo no deja de sorprenderle el vínculo que se crea entre la gente que se
cruza todos los días. Se preocupó cuando dejó de encontrarse con la japonesa. La
vio un par de meses después con muletas. Cuando dejó de ver al chico rubio de
gafitas pensó que lo habían despedido. Un día coincidió con él en el centro
comercial del barrio, parecía contento, quizás cambió de trabajo. Preocupación
innecesaria por el chaval de la mochila. Después de cuatro años, probablemente
terminó de estudiar.
Un mes desde aquel último encuentro en la avenida, va tarde
otra vez. Hoy el sol no brilla, está a punto de llover. Las gotas empiezan a
caer con timidez en la mitad del camino y no quiere abrir el paraguas. Corre.
Gracias a la carrera llega antes de ver el tren a lo lejos. Recorre el túnel y
las escaleras con tranquilidad y nada más salir al exterior, lo ve. De nuevo su
mirada, la misma mirada intensa del mes anterior. Ella se la devuelve con una sonrisa, la mantiene
algo más que habitualmente pero está segura, a pesar de los nervios, que
desprende más alivio que pasión.
Y al final esas historias ni se consumen, son como pólvora mojada. Pasan casi siempre en nuestra cabeza. Aunque en esta historia la mirada de él es real y quiere algo. Quizas quiere lo mismo que ella porque es insistente. Estaba pensando que tus historias o vivencias en los metros darían mucho juego en el concurso de relatos que tenemos en Barcelona(los de TMB). Le sacas punta a eso que para muchos solo es transporte y rutina.
ResponderEliminarMuchas de estas historias son como el propio tren: te subes y duran lo que dura el trayecto.
EliminarYo también pensaba que el tren era rutina hasta que empecé a fijarme un poco. Ha habido momentos en que creía que no tenía nada que contar. En realidad no era así, sino que no era capaz de convertir en historia, como esta, algo cotidiano. En este momento casi tendría que cambiarle el nombre al blog, porque escribo más sobre lo que veo de camino al trabajo :D
Gracias por pasarte.
me gustan tus textos cortos
ResponderEliminarGracias! :)
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