Está en medio del patio casi vacío, solo hay un par de
coches y unos cuantos pajarillos buscando algo para desayunar. Mira a su
alrededor mientras avanza hacia el edificio. Frente a ella, desde una indiscreta
ventana del primer piso, Diego la mira con descaro, sus ojos oscuros lanzan un
mensaje que ella recoge y comprende, pero
no puede responder
porque, desde su atalaya del tercer piso, su jefa la observa con atención desde
las sombras. Él se queda sin recibir nada a cambio. Esta es su rutina desde
hace diez meses y, a pesar de no recibir respuesta, cada día insiste e insiste
en mirarla y en seguir cada paso que la chica da a través del patio vacío.
En la entrada, a su espalda, se ha quedado el Guardián
vigilando la puerta o lo que haya que vigilar. A salvo en su garita la saluda
con la mano y una sonrisa, a veces un hola y una sonrisa, siempre amable, nada
más. Ella tampoco ofrece más que sonrisas amables y sinceras, aunque
quisiera entregar algo más.
Él no se deja. Si está en el exterior siente inseguridad y esquiva las miradas
de la chica dirigiendo sus ojos color miel a un lado, al suelo, a cualquier
parte excepto a ella.