Desierto / Deserted, de Hernán Piñera |
Acudí sin ganas después de caminar un par de manzanas bajo
el sol achicharrante, el aire caliente revolviéndome el pelo. No tenía ganas de
socializar, ese era el principal punto en contra, aunque el tema me fascinaba:
la obra de Velázquez, mi pintor favorito desde que me enamoré de Las meninas en un posavasos de mi
abuela. Primera parada: saludar a mis compañeras de control y registrar mi asistencia.
Entré en la sala de conferencias, segunda parada: Ángela, mi anterior jefa.
Luego la directora de Recursos Humanos. A continuación, el Defensor. Con él
intercambié una pequeña conversación sobre nuestra pasión común por Velázquez
recién conocida en el otro. Y me fui al fin a buscar un sitio.
La sala estaba medio vacía. Me dirigí directamente a la
última fila. Primero me senté en una butaca de pasillo, pero una columna me
quitaba visión y me cambié al centro. Como pasaban un par de minutos de la hora y
aquello no tenía visos de empezar, saqué mi cuaderno y comencé a escribir. De
pronto noté una presencia a mi lado, alguien del que no había percibido su
llegada. Miré de reojo y allí estaba Diego. Casi toda la sala para él y había
decidido sentarse a solo dos butacas de mí, en
silencio, como siempre, aunque lo único que tenía que salir de su
boca era un hola.