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Digitalis, de Dorotea Hyde |
He salido a pasear por primera vez. Donde viven mis padres
no hay restricción de horarios, así que salimos mi madre y yo. Enseguida me
adelanté porque ella tiene una lesión en la pierna y no seguimos el mismo
ritmo. Me gustó pasear por pasear, sentir el suave sol de la mañana mezclado
con el aire fresco y húmedo, sentir el silencio, el olor a flores. Por aquí no
hay amapolas, pero sí digitalis. Las recordaba más avanzada la primavera,
incluso en verano, pero hace tantos años que no paso esta época aquí, que está
claro que la memoria me falla.
Aunque los edificios de la universidad ya estaban abiertos apenas
encontré a nadie: un señor mayor que iba de regreso de la caminata, uno de los
farmacéuticos que iba a dejar papel al contenedor, a la panadera haciendo el
reparto y, ya casi en la puerta de mi casa, un chico corriendo. Me dijo buenos
días y le respondí, aunque no suelo saludar a los desconocidos. Todo el mundo
lo hace por aquí, pero creo que a mí me han calado las costumbres del asfalto.