Miércoles 20 de mayo
de 2015. Noche.
Voy en el tren de regreso a casa, no en el de siempre sino que se parece más un regional. Busco sitio para
sentarme, hay gente muy rara. Me dirijo a la cabecera para bajarme un poco más
cerca de la salida, ahora vuelvo a estar en el tren de siempre. Casi llego a la
puerta y veo a Diego con una chica, su novia, doy la vuelta y retrocedo. Me
resulta un poco incómodo encontrarme con ellos. Creo que no llega a verme.
Cambio de escena. Ya estoy en la entrada de la estación. Sé
que es mi estación, pero es diferente a la real. Es en este momento cuando me
doy cuenta de que estoy soñando. Me encuentro con Raquel, una compañera de la
facultad. Va cargada con una maleta y, aunque también sale, tiene que pasarla
por el escáner. Miro el móvil. Aún no eran las ocho cuando me bajé del tren y
ahora son las nueve. No he esperado, cosas de los sueños. Caminamos lentamente
hacia la salida, poniéndonos al día después de tantos años sin vernos. De
pronto me paro. Veo mis pies parados antes de mirar al frente y ver un avión
cayendo en vertical con el morro hacia abajo, como si estuviera metido dentro
de un tornado. No puedo moverme. Lo que veo me paraliza. No es la primera vez
que tengo el sueño de un avión cayendo de esa manera. Se estrella y algunas de
las partes salen disparadas. Por suerte estamos bastante lejos y los trocitos
se mueven como a cámara lenta. En una situación real, la distancia que nos
separa nos protegería de los pedazos, así que tardamos en protegernos tras una
pared. Volvemos a mirar y vemos una explosión tremebunda. Ahora los trozos se
acercan a nosotras a gran velocidad. Casi no nos da tiempo a ponernos tras la
pared. Todo el mundo se protege como puede: agachados, detrás de los aparatos
de escanear, bajo las mesas de la cafetería… Unas piezas se estrellan contra
las paredes de cristal, las rompen y siguen su camino.