Hay personas de diferentes categorías, aunque nos digan que
todos somos iguales. A gran escala, no le hacemos caso a todas las guerras por
igual, ni a todos los refugiados, ni a todos los hambrientos, ni siquiera a
todos los niños.
En una escala más pequeña y cercana, como la plantilla de
una empresa, tampoco tienen todos los mismos derechos y sobre todo, los mismos
privilegios. Hay a quienes les regalan el cheque gourmet mientras a
otros les descuentan el importe de la nómina. A algunos les permiten viajar en
clase vip mientras el resto viaja en clase turista. A una pequeña parte le
pagan el kilometraje o el billete en tren cuando van a trabajar a otra ciudad,
mientras que la mayoría se tiene que pagar el trayecto por su cuenta. Y está el
grupo al que le pagan un máster de varios miles de euros y las que se tienen
que conformar con talleres de autoayuda porque así aprenderán a valorar su
propio trabajo… y a sí mismas.
No tengo una venda en los ojos, pero reconozco que intento
no pensar en esto demasiado porque si no, no me levantaría para ir a trabajar.
Pero no todos los días nos despertamos de la misma manera, con el mismo ánimo,
ni con las mismas fuerzas. De pronto la maldita realidad está ahí, dándote de
hostias, abriendo un abismo a tus pies que no podrás cruzar jamás porque el puente
no está abierto para ti. ¿Qué queda, entonces? Llorar de la impotencia y quizás
escribir. Aunque todavía no ha llegado el momento para más, al menos para lo
segundo.