Sunset reeds, de Russ Seidel |
El edificio está casi vacío y en silencio. Nada más escuchamos los ruidos de nuestras sillas al moverse, el clic clic del ratón y el clap clap del teclado. Si no estuviera Sara Pestes conmigo casi tendría miedo. No hay estudiantes, ni visitas, parece que mis compañeros se han escondido para dormir la siesta o se han largado a la piscina directamente. No hay plan mejor para una tarde de viernes.
Mis compañeras son alérgicas
al silencio y a la tranquilidad. Sandra no tarda en hacer una llamada y
encadenar una conversación de trabajo con un tema personal. No puedo concentrarme
y empiezo a hacer mil cosas, pequeñas tonterías para distraerme hasta que se
calle: ponerme un poco de gel para matar un grano que me ha salido en el brazo,
mirar el cielo azul mientras me pongo barra de cacao en los labios, descubrir
una mariquita en la ventana, mirarla embelesada y aguantarme las ganas de
levantarme como una loca para hacerle una fotografía, echarme gotas en los
ojos, revisar los mensajes en el móvil. A veces puedo ser la más productiva.