Tras
seis meses en casa, volví a la oficina esta semana. Me han cambiado de
edificio, ahora estoy en uno mucho más tranquilo, donde no hay conferencias ni
otros eventos, solo personal de la plantilla que trabaja en casa la mayor parte del tiempo. Mi
puesto está en un despacho pequeñito en el que no cabe nada más que una mesa,
dos estanterías y yo. Quizás traiga una planta, para ella sí hay sitio. La
gloria. Volver ha sido una maravilla, quién lo iba a decir. Y aunque no vendré
todos los días por razones evidentes, venir a este espacio será como llegar a
un refugio en el que recuperar por un instante la normalidad.
El
primer día tuve un poco de jaleo. Vaciar cajas, organizar mis cosas, limpiar
(siempre hay algo que limpiar, no por la covid-19), hacer una copia de la llave de
la puerta, intentar resolver problemas técnicos, deambular por edificios vacíos
buscando soluciones, aprender las nuevas normas… Las horas volaron. Pero
también tiene su lado extraño y triste: igual que cuando en junio acudí a preparar
la mudanza,
sé que esta soledad y esta tranquilidad es por lo que es.