La puerta misteriosa, de Dorotea Hyde |
Abrí la puerta de la Meeting
Room y casi me desmayo. Eran las diez menos veinte de la mañana y fue una
sorpresa muda, ni hongo radiactivo ni luces boreales. Simplemente llegué con
una mochila llena de enfado y frustración porque era el
cuarto día seguido que el tren llegaba con retraso y al girar la llave,
empujar la puerta y respirar aquello supe que el día iba a ser muy largo. Primero
la vaharada me echó para atrás, se me cortó la respiración un instante (ahí fue
cuando pensé que iba a perder el sentido) y como seguí en pie entré directa a
la ventana. Justo en ese momento, tan oportuna, llegó Sara Pestes y ya no pude
abrir. Iba a dar igual, pero aún no lo sabía.
En esta oficina hay una
puerta misteriosa que da a un espacio de lo más vulgar: un pequeño almacén
al que llamo el cuarto misterioso (perdón por la redundancia) donde las señoras
de la limpieza guardan el papel higiénico, las cajas del agua, la aspiradora y
materiales de limpieza. El dichoso olor salía de este cuarto y cuando una de
ellas se pasó por aquí para coger algo y abrió la puerta, casi nos desmayamos
otra vez. Según nos contó un poco cabreada, como si nosotras tuviéramos la
culpa, como si preguntar fuera un crimen, a las del turno de tarde se les cayó
ambientador. A mí no me olía al que normalmente usan pero me abstuve de hablar
no fuera a ser que se enfadara todavía más.