Creo que no he hablado más de la Rotten y sus pulgas desde
que publiqué la entrada en la que disecciono la historia y sus contradicciones.
He tenido motivos para volver, pero no he querido hacerlo por salud mental. Me
he estado alejando de ese tema y en este caso escribir me producía más daño que
beneficio. Hoy, retomo la historia porque soy más fuerte que hace dos meses y
medio y porque el tema no va a ser mi locura sino la de otra. Es triste ver el
deterioro de una persona, aunque no te caiga bien, aunque desees tenerla lejos.
Eso es lo que está pasando con Ascensión. Se está desmoronando y no quiere
hacerlo sola. Cuando digo sola no es que quiera que alguien le coja la mano
para ayudarla a superarlo, sino que en su caída, nos va a llevar por delante a
los demás.
En mis conclusiones en Malas pulgas, apunto que no me
extrañaría que fuera su mente la que provocara muchos de los síntomas. El
último día antes de las vacaciones de Navidad pasó algo que me hizo pensar que
a esta mujer se le ha ido la cabeza realmente y que necesita ayuda de verdad.
No ayuda como la que le da su médico loco diciéndole que se eche una pipeta de
perro (que igual funciona, no lo sé) sino ayuda psiquiátrica, profesional y en
condiciones. Llegó a la oficina y, al acercarse a su silla, vio un montón de
pulgas en el asiento. Intentó espantarlas, pero no pudo. Aun así, se sentó.
Poco a poco las pulgas fueron subiendo por su cuerpo, metiéndose por debajo de
la ropa y recorriéndole la piel. Empezó a rascarse y se hizo más daño que por las
(inexistentes) mordeduras. Para mí era toda una metáfora del deseo que siente
porque alguien la toque, le recorra el cuerpo con las manos, con la boca, que
le transmita electricidad y calor. Su manera de tocarse como para enseñarnos el
recorrido de los bichitos era sugerente, erótica. Lo pienso y me da repelús. Es
una imagen que quiero borrar de mi mente.