Jueves. Evento de bienvenida a los nuevos. Cuando voy a esas
reuniones me abruma la multitud, hablar en inglés y no entender, que me
presenten a un montón de gente, tener que forzar conversaciones incómodas. Por
todas esas razones, porque era en mi hora de la comida, hacía un sol de justicia
y era en un jardín fui de mal humor, predispuesta a pasarlo fatal.
Antes de salir, Violeta me confirmó que iba a haber carpa,
así que dejé el sombrero que había llevado, me colgué la identificación al
cuello por una vez y salí tan campante. Pero cuando llegamos al sitio,
tempranísimo porque mis compañeras formaban parte de la organización, nos
encontramos la sorpresa: una carpa enana y tres sombrillas mínimas. Solo lo
pensé un segundo, lo que tardé en preguntarles si necesitaban mi ayuda
inmediata, y volví a mi oficina en busca del sombrero. Con él y unas gafas de
sol enormes, me presenté en el sarao. Absolutamente de incógnito.
Lo de la sombra no fue lo único que salió mal: demasiado calor,
más gente que la que había confirmado, poca comida incluso para lo previsto y,
por supuesto, mi atuendo. Me puse un vestido para ir un poco mona. La gente
suele ponerse de tiros largos para este evento y necesito no destacar. He
notado en otras ocasiones que ese vestido
me
hace llamar la atención de los demás, pero me encanta, me hace delgada, me
hace sentirme bien. Quizás sea la seguridad en mí misma lo que perciben, no
tanto la apariencia. Lo que está claro es que el sombrero lo llevaba solo en la
cabeza, no en escote y piernas.